Por Ivana Steinberg
Los profesionales en enero y los comerciantes en febrero, decía mi mamá. Ella tenía un negocio de ropa y mi papá era médico. Como en mi casa mandaba ella nos íbamos en la época de los comerciantes. Fin de febrero. Ella decía que lo que le gustaba era volver y que ya hubiera viento, que ya estuviera a punto de empezar el año, que igual que los chinos ella creía que el año empezaba a finales de febrero, incluso en marzo. Miro en internet a ver qué animal toca este año en el calendario chino y un aviso me ofrece descubrir la fecha de nacimiento de mi alma gemela a cambio de un click. Ignoro el aviso como a los mendigos que se acercan a las mesas de los cafés de especialidad y sigo hasta la predicción del año del dragón para mí. Dice que este año me voy a volver a concentrar. Me distraigo con una promoción de colchones.
Espero en el año del dragón por fin escupir fuego o algo que se parezca a una proeza. No tengo opiniones. Todo me da igual. Las vacaciones en enero, en febrero, en Marte, nunca. Me importa un pepino todo. Tengo nostalgia, saudade. Soy la amiga que no puede salir de la melancolía, de sufrir/de amor. Soy una canción de bossa nova, soy un perro mojado. ¿Cómo escribir sobre el mes de enero si está oscuro y parece mayo?
Prefiero las vacaciones en enero porque son un continuado de Navidad y Año Nuevo. Se puede juntar la primera quincena con los feriados de las fiestas y así tener 19 o 20 días en vez de 14. Algo que sea un poco más. En enero todo es nuevo y divino y posible. Me hago planes y creo en cosas. Creía. Desde que me transformé en un ser así -imbecil, idiota, inmaduro- no planeo, improviso.
Quisiera cumplir años en enero para festejarlo en la playa, o tal vez en la montaña. Imagino una celebración al aire libre, alrededor del fuego, que no hay luna y se escucha un arroyo que un poco más adelante se encuentra con el mar. Que hay o se ven mil estrellas. Pienso ahora que sería mejor que no fuera mi cumpleaños sino el de alguien más: un desconocido o un extranjero.
Las vacaciones en enero tienen viento caliente en una calle de tierra, incluyen el pasado, incluyen bebés, incluyen una ruta con palmeras, incluyen hacer cosas por primera vez. Incluyen el dos de enero, tormentas eléctricas, apagones, un robo, fuegos artificiales. El año dos mil en San Luis. Incluyen carrozas de año nuevo con hombres disfrazados de mujer. No incluyen saqueos porque en enero no se hacen.
Este es el primer enero desde que nos separamos. Nos separamos en verano, pero ya era el final de febrero, empezaba el año del conejo. Cuando te separas y tenés hijos no sos una pareja separada sino una familia separada. “Siempre van a ser una familia” te dicen las amigas que opinan sobre todas las cosas de este mundo con suficiencia, te dicen eso y sí, es verdad, yo ya lo sé: Siempre vamos a ser una familia. Pero igual. Cuando finalmente te separás, es como si hubiera pasado un huracán o una guerra chiquita. Hay árboles en el techo y hay un río, una inundación entre vos y ellos, entre vos y tu familia. Una familia que ves en un monitor, que saludás desde la estación, del otro lado de la orilla del lago ese que cuando lo cruzás te olvidás de todo.
No tengo nostalgia de la familia que carga bicicletas en el portaequipaje, ni de los novios que se tienen el bolso en la playa mientras se sacuden la arena. Lo que añoro es el pasado reciente. Cómo me sentía hace un año. En realidad cómo me sentía hace justo dos cuando todo estaba por empezar, cuando enero no era nada, cuando era un páramo azul como el verano, un paraíso perdido, recuperado, vuelto a perder. Las primeras vacaciones en que una familia no se va de vacaciones en familia.
La ciudad está fresca y vacía. Falta un mes para que se cumpla un año del día en el que me fui de casa. Me fui de casa -digo- como si me hubiera transformado en hija, en hermana, en Fito Páez, en una mujer.
Sublime.
Quiero un Pasanara pos vacaciones.
BA en enero es una tierra baldía. El mes más cruel.