Me sentía fulminado después de laburar todo el día a la par de mi hermano, pero la vista del valle era increíble, reconfortante. Lo veía pateándole los talones a las vacas para que entraran al corral de una buena vez y me dio ternura. Terminamos de ordeñar cuando casi anochecía. La luna estaba por salir detrás de las sierras de Ambato. Su luz hacía brillar el cielo al fondo y resaltaba la silueta oscura de las montañas.
Mi hermano se acercó y me pasó su brazo por arriba del hombro para decirme muy cerca del oído si las montañas no parecían una gorda acostada en la playa, con una rodilla levantada y los brazos detrás de la cabeza, debajo de la sombrilla. Me costó imaginarme lo que me señalaba, pero le dije que sí. Su olor era una mezcla de leche rancia, gas oil y sudor de algún animal ya extinguido.
La temperatura había bajado de 45 grados a 30, más o menos, me dijo. Se siente el fresco, le dije y se rio. Llevamos los tachos de leche a enfriar en la acequia. Las chicharras estaban insoportables, tenía la sensación de estar en un embotellamiento en el Obelisco. Limpiamos el tambo como si fuera a venir la reina de Inglaterra de visita. Las vacas ya estaban en el corral buscando un lugar para echarse a dormir. Se corneaban y se empujaban marcando los rangos de jerarquía. Mi hermano les gritaba puteadas para que se dejaran de joder. Y las vaquitas se calmaban.
Me dijo de ir a la galería a tomar un Cinzano con soda y a picar un salamín con quesito. No sé si Io hacía por mí, ahora que estaba de visita. Todavía faltaba poner maíz en los comederos del tambo, dejar las mangueras listas para el próximo ordeñe, llenar de combustible la bomba y cargar veintisiete fardos en la camioneta para salir temprano a dejárselos al viejo Arpire.
—Después bancame hasta el estanque que vamos a robar agua —me dijo.
—¿No se termina nunca el día de laburo, che?
—Dale porteñito, no seas flojeli.
Y ahí nomás, antes de llegar a la casa, mi hermano le gritó a mi cuñada si quería venir a la galería y me sobresalté. Ella respondió algo que no llegué a escuchar y al final no vino. Nos servimos el vermouth, cortamos un poco de queso y salame y pusimos unas papitas al costado de la tabla.
—Uy... hacía mucho que no tomaba Cinzano. Me hace acordar a cuando éramos chicos —le dije apoyando el vaso en el piso y con un salame y un queso entre el pulgar y el índice de la otra mano.
—Siiii... —me dijo con la boca llena— los salamines del tío Andrés.
—¿Te acordás que nos daban de tomar? Mamá y la tía se enojaban. Se van a quedar enanos si siguen tomando alcohol nos decían.
—Ahora están todos muertos. Los viejos, los abuelos, los tíos...
—Diez, ocho años teníamos y nos daban el Cinzano con la espumita de Fernet, ¡qué rico!
—Qué cagada que no tengo Fernet, mañana compramos.
Me gustaba encontrar coincidencias con él, ver que después de tanto tiempo había cosas que todavía compartíamos.
—¿Cuánto hace que te fuiste de Buenos Aires?
—Y... Vicky tenía seis. Arrancó la primaria acá.
Estaba empezando a aparecer una lonja de la luna detrás de la sierra. Iba creciendo rápido. Se veían las siluetas de unos arbolitos en el borde de la montaña. A medida que se iluminaba el cielo se iba borrando el manto denso de la vía láctea. Unos murciélagos cazaban bichos cerca de la galería y pasaban volando como trapos desordenados con la sensación de que se iban a tragar un poste o una rama, pero al final no. Los perros estaban echados, aburridos del calor del día. Tomy cazaba moscas con la boca. Greco lo miraba a mi hermano con esa devoción, como esperando una orden que podía llegar en cualquier momento. Estábamos los dos en silencio viendo como salía la luna, a ver si aparecía un plato volador y no pasaba nada de nada.
Era precisamente lo que andaba necesitando en esos días: que no me pasara nada. Había viajado con la intención de recuperarme. Pensaba encontrar la sanación en la naturaleza ingenua, en la cosa rural, lejos de los que me habían hecho tanto mal. Desde abril hasta noviembre sólo había tenido contacto con tres compañeros de trabajo y eso fue porque los llamé yo para ver cómo venía la mano en la oficina, si seguían metiendo amenazas sutiles o ya se estaban zarpando a mansalva. Sus respuestas habían sido vagas, imprecisas, como si alguien los estuviera grabando. Me quedaba la sensación de que ellos creían que hablaban con un trastornadito o con un cobarde que se había escapado por la ventana mientras algunos seguían bancándola en el frente de batalla. Me hacían sentir débil, como si hubiera exagerado al irme. Me sentía un boxeador que se tira ante el primer golpe más o menos fuerte.
Aproveché que mi hermano había ido a ver si ya estaba la comida y bajé para el lado del tambo con mi vaso de Cinzano en una mano y un puñado de salame y queso en la otra. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad el campo parecía de día, pero en escala de grises. La luna iluminaba un montón. Aproveché y me metí en el corral.
La memoria fue otra cosa que me hicieron perder las pastillas o capaz la fui perdiendo por culpa del estrés. La cuestión era que yo no era así antes. Ahora tenía que anotar todo, hacer listas, llevar una agenda. Me olvidaba los nombres de las personas, situaciones en las que decían que yo había estado, citas o reuniones importantes a las que fui el último tiempo en la oficina y no tenía ni registro. No lograba recordar a las vacas por sus nombres. Por más que lo intentaba, no podía acordarme de todas. Mucho menos identificarlas cuando mi hermano me gritaba durante el ordeñe que le trajera a la Teta Negra o a la Veintisiete que siempre se salteaban el turno. Me decía que la diferencia entre Puzle y la Tres Cuartos era la curvatura de los cuernos. Me confundía a la Sucia con Margarita o con la Thatcher. No sabía lo que era una vaca overa, una tiznada o una baya. Para reconocer a la Teta Cortada me tenía que agachar mucho. Después estaban Lula, Dilma y Bolsonaro que eran Holando, pero había otra Lula y otra Bolsonaro que eran Jersey. Un día me gritó que busqué a la Colorada y se enojó porque le llevé a la Rojiza.
Me gustaba andar entre las vacas cuando sobrevenía la calma de la última hora. Aprendí a no tenerles miedo, a manejarlas más o menos bien. El único que se me retobaba un poco era el toro. Mi hermano le había puesto Búmeran por la forma de la mancha blanca que tenía en el centro de la cabezota negra y lo hacía quedar muy gracioso degradando bastante la imagen que se suponía debía tener un toro reproductor. A veces se ponía bravo. Rascaba el suelo con una pata delantera, bajaba la frente para sacudir los cuernos y bufaba contra la tierra, levantando polvo. Pero al final todo era un acting que se desarmaba al toque, dando un pisotón a la tierra, gruñendo como perro y poniéndole cara de malo.
La mayoría de las vacas ya estaban echadas, rumiando. Las que estaban paradas se movían alejándose de mí a medida que buscaba mi posición. Les hablaba a las vacas sin que mi hermano se enterara. Más de una vez intenté hacer constelaciones con ellas. Imaginé que eran mis compañeros de oficina, mi jefe, el director o los chorros de la empresa constructora. Me concentré, acomodé a las vacas más o menos siguiendo el patrón de los escritorios de mi oficina. Y les hablé bajito, les conté cómo me estaba yendo en Catamarca, qué estaba dándole una mano a mi hermano, que sí, que hay vacas en Catamarca, que no es tan seco como se cree. Les conté cómo venía recuperándome del estrés y también escuchaba lo que ellas tenían para decirme. Así me enteré de cómo seguían las cosas en la oficina, que el trabajo estaba cada vez más complicado. Las vacas me aconsejaban que siguiera de licencia, que esperara tranquilo, que me curara y que disfrutara de estar en el campo con gente buena y transparente y con animales como ellas, que veían pasar el tiempo rumiando todo el día, que aceptara mi destino con la misma mansedumbre y con la misma cara de nada que ponen cuando son ordeñadas, paren o mueren.