Por Violeta Zapiola
Todas las familias felices se parecen y las infelices blablablá. Últimamente me parece que las infelices son todas iguales: abusos, alcoholismo, depresiones maníacas, suicidios y enfermedades o muertes traumáticas.
Estoy en una combi yendo de Purmamarca a Tilcara. Salió el sol y los cuatro grados del desayuno ya se apunan arriba de los veinticinco. Se viene otra tarde de calor seco entre los cerros psicodélicos del norte, el festival de rocas especiadas con sikus, quenas y ekekos de fondo.
En la combi somos doce más el chofer: toda la familia de mi novio y yo. El grupo incluye una beba, un niño, dos adolescentes y ocho adultos. Para mí, que vengo de una familia con casi todos los clichés enunciados al principio, esta es una familia feliz y los observo y analizo como si fueran los ovnis que aparecieron hace unos días en San Antonio, al sur de Jujuy, y paralizaron los cajeros automáticos.
Hace poco, en el cumple de un amigo, conté que estaba por hacer este viaje al Norte. Uno de los editores de Pasanara dijo me mato. Otra de las invitadas dijo estás loca, y se abrió el debate a favor y en contra de viajar con las familias políticas. Todos tenían alguna anécdota desastrosa: suegros que preferían a los ex y lo hacían saber, cuñados avaros y mete púa, suegros que querían que te cases y les des nietos -rápido-, cuñadas escotadas y calientes.
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La familia de mi novia (Meet the parents, 2000) fue un remake de una película independiente con el mismo nombre escrita, dirigida y protagonizada por Greg Glienna en 1992, The Original Meet the Parents (trailer). La versión original es mucho más oscura y bizarra, mezcla de terror y comedia, como un episodio de Curb your enthusiasm dirigido por Lars von Trier. Cuando va a conocer a sus suegros, Greg sufre una desgracia tras otra y aprende, como diría Ezra Pound, a humillar su vanidad.
La versión hollywoodense tuvo tanto éxito que hubo secuelas (Meet the Fockers en 2004 y Little Fockers en 2010), pero Glienna tuvo la mala suerte de conseguir un pésimo abogado que no sólo vendió el guión sino también la película, y Universal le prohibió mostrarla por más de treinta años. Este mes se presentó en Pickwick Theatre, un cine art decó de los suburbios de Chicago, y en 2025 va a estar disponible en formato digital y saldrá el libro que cuenta la historia, “The Meet the Parents Story: The True and Terrible Tale of How a Little Independent Film Spawned a Billion-Dollar Franchise”
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En el norte compruebo que esta familia feliz festeja los dad jokes y mantiene la capacidad de asombro. “Estas empanadas son las más ricas que comí en mi vida”, “probemos todos los vinos de altura”, “el rojo de los cerros es por el hierro”, y “wow todas las palabras quechuas que usamos sin saber”. Cuchi, por ejemplo, es chancho -de ahí cuchi cuchi-, michi es gato, pilcha, pucho, pupo, achura, macana.
Las vacaciones programadas con tours que arrancan al alba y expediciones en caravana te obligan a no pensar, sobre todo si sos búho y tenés que seguirle el paso a la manada. Las rutinas son preguntas que se repiten: ¿durmieron bien? ¿Se sienten apunados? ¿Quién quiere mascar coca? ¿Alguien necesita ir al baño?
Gracias a mis padres aprendí el arte de desaparecer. Maniobras de evasión y Una guía sobre el arte de perderse son títulos que entiendo. Pero estar en grupo puede ser liviano, fácil, si sabés escapar. En la combi vuelvo al mar de Koh Chang, la isla tailandesa donde viví seis meses. Koh significa isla, Chang elefante y eso era todo: un corazón selvático con hongos alucinógenos que crecían en las montañas de caca de los elefantes.
En la isla conocí a Eda, la turca que armaba porros con cuatro sedas en forma de cono de señalización. En eso estábamos ese día, en una playa sin turistas, recostadas en nuestros pareos sobre la arena suave color crema, una al lado de la otra, a metros del mar verde transparente, pasándonos el cono de mano en mano cuando, de repente, PUM, un estruendo, un golpe, sacudió la tierra y nos levantó volando de la arena. Un coco, un coco marrón más grande que una pelota de rugby había caído entre las dos, un coco de la palmera que habíamos elegido para darnos sombra.
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Abro los ojos en Tilcara. No hay palmeras sino cardones, unos cactus con forma de manos haciendo gestos -okey, paz, fuck you, cuernitos-. Si fuera Greg en la película tropezaría y empujaría a alguno de mis suegros sobre un cardón pinchudo, dejaría a la beba en un nido de cóndores o me confundiría el peyote con el fruto dulce del cardón y drogaría a todos con mescalina. Pero evito con suerte las fatalidades y bajo victoriosa el Pucará. Cae el sol en la Quebrada y volvemos a la combi: todavía me queda aire para sumar un dad joke a la ronda.
Me encanta, Viole ❤️
Esto es espectacular, amiga.