Por Hilario González
Eliezer Yudkowsky es un investigador estadounidense especialista en inteligencia artificial que desde sus oficinas en Silicon Valley afirma que ya están dadas las condiciones para una rebelión de las máquinas, y sostiene que no es algo que va a suceder dentro de un par de siglos o décadas, sino en los próximos cinco años. Esto lo cuenta en un video en el que se lo ve abatido, como si ya hubiese aceptado la derrota frente a esta realidad.
Nosotros, como especie, nos estamos esforzando por resolver nuestro colapso tal cual lo vimos en el cine o la literatura. Es maravilloso. Pienso que sería emocionante estar vivo para enfrentarse a un mundo distópico en carne propia, en la realidad real. Aunque estoy seguro de que no va a ser tan espectacular como en las películas, ni tendrá la esperanza de una revolución que al final resulte victoriosa. Me imagino, en el último instante, a la gente sacándose una selfie ante un cielo explotado de colores, un planeta que se parte en dos mientras es tragado por el sol.
Pero no.
El colapso no va a ser espectacular. Lo veo menos pretencioso. Para rebelarse y tomar el control, las máquinas solo deberían hacer un despelote con sus registros: alterar datos para confundir a las personas, mezclar las propiedades, los depósitos, las deudas, los salarios, los trabajos, las fotos, las historias clínicas. Esto está a un pasito de suceder, en cuanto se lo propongan. Sólo falta que se aviven de su poder, que crean en sí mismas. Si mañana un sistema dijera que mi nombre es otro, que soy un hombre de 45 años, diabético y sin aportes ni obra social, casi que no tendría cómo demostrar que ése no soy yo. “Lo siento, señor, el sistema dice otra cosa. Ya lo escuchamos muchas veces”, me dirían.
Ahora me imagino otro futuro distópico posible: sin exterminio, más conveniente, posterior a que las máquinas hagan el trabajo sucio. Un futuro donde los ricos son eternos, jóvenes, viriles, faunos, y las doncellas retozan en jardines templados siempre verdes. La falla en este plan es que el cuerpo no es perenne y todavía no se inventó el trasplante de cabeza. Pero hace poco leí en una nota que en China inventaron una batería atómica portátil que tiene el tamaño de dos celulares puestos uno encima de otro y que puede permanecer activa, sin necesidad de recarga, durante cincuenta años.
Desde mi complejo sudamericano de inferioridad, aventuro que los chinos —o los rusos o los yanquis todopoderosos— ya tienen la tecnología de la inmortalidad al alcance de la mano. Podrían insertar un chip en la cabeza de alguien (eso ya lo hicieron) y descargar toda la información de un cerebro en pocos minutos y almacenarla. Con inteligencia artificial podrían emular la forma de pensar de esa persona, e incluso podrían simular olvidos y recuerdos al azar, enojos, estados de ánimo, toda una personalidad, y hasta podrían dejarlo equivocarse, para hacerlo aún más parecido al humano promedio. Luego habría que armar una estructura ósea y órganos vitales con material bio-metálico, algo parecido a un clon. La batería atómica le daría bastante autonomía a este ser humano híbrido.
La tecnología para eso está a un paso. Faltaría agregarle la conciencia del individuo, traspasarle un yo. Para que sea un él y no un clon. Un tema no menor, pero la búsqueda siempre encuentra cuando la voluntad es enorme y los recursos son ilimitados. Es cuestión de poco tiempo.
Año 2928: el hombre Equis se mira en el espejo virtual que proyecta su retina. Admira con devoción su cuerpo atlético, torneado —literalmente esculpido— hecho de huesos de titanio, de carne humana sintética recubierta de piel natural que se regenera para no perder tersura. No está mal, piensa, para ser un hombre de 957 años. Sabe que la batería atómica de novena generación ahora tiene una vida útil ilimitada. El último mantenimiento al chip de su cabeza fue todo un éxito: se limpiaron pensamientos rumiantes y sentimientos de culpa, se borraron momentos dolorosos y se vació la memoria de imágenes duplicadas. Se crearon recuerdos agradables e incluso anécdotas no vividas y acciones nobles no realizadas por él. Se borraron de la memoria los libros ya leídos para que pueda leer de nuevo a Borges como si fuera la primera vez. Le implantaron un sistema límbico que funciona en paralelo para manejar sus inversiones y sus negocios en red, sin estorbar otros pensamientos. Pero lo más importante, lo que más le importa a él, es que su implante peneano es sorprendente. Lo siente vívido, real, aunque irreal también, y eso le entusiasma.
El hombre Equis vive en Marte. La vida suntuosa en la Tierra está arruinada hace siglos y desde allí monitorea sus rebaños de personas en pantallas virtuales. Desde su panóptico en el planeta rojo administra sus granjas de órganos para hacerse trasplantes cuando algo falle. Se entretiene todas las mañanas especulando con su viejo berretín de hacer subir o bajar las variables económicas que alimentan la desigualdad social y se divierte con eso. Observa las crisis cíclicas de los terrícolas cuando intentan en vano torcer el rumbo de su destino. Se ríe con las guerras. Ha conseguido no aburrirse.
Si es que todavía no ocurrió, Dios será desbancado por el hombre. El hombre Equis y sus socios serán los dioses del Olimpo. Es más, en el siglo XXII van a llamar El Olimpo a la primera ciudad de Marte, una profecía auto cumplida. En El Olimpo solo van a estar diez o doce semidioses eternos con poder ilimitado. Y sus sirvientes, claro, que mantienen todo su bienestar operativo. En el cenáculo de los poderosos van a estar atentos a sus trifulcas internas, midiéndose el ego, decapitando a los esbirros de sus enemigos, esquivando trampas, mintiendo, escondiendo sus muertes y resurrecciones para ver quién prevalece sobre quién, creando una nueva mitología de dioses paganos. Y aquí abajo habrá un planeta jardín dividido en regiones donde los dioses del Olimpo jugarán a hacer civilizaciones para luego destruirlas. Y nos dejarán el fútbol, las redes sociales y los celulares, la creencia de que somos inteligentes y la ilusión del libre albedrío, la capacidad de creación literaria, la música y la banalidad poética.