Por Leyla Grunberg (Invitada especial)
Mi madre es indiscreta y provocadora. Se tiñe de rojo y pierde a sus afectos de tanto en tanto. Es comprensible. No come carnes rojas, pero sí rosas y blancas. Fue bellísima en su juventud y podría seguir siéndolo, pero abusa de los corticoides y de las quejas. Es adicta a los médicos y a sus efímeras soluciones. Pronto incomodará con su necesidad de opiáceos. No descuida nunca su prepaga. Llama por lo menos tres veces por semana a Osde para pedir una visita a domicilio. Se hace amiga de los médicos para que le inyecten más recetas de las que necesita. Cuando puede, se opera de algo simple. Carga dolor en los discos de su columna. Son hernias exageradas por la tristeza.
Me llama al celular imposiblemente 10 veces por día y si no la atiendo corta y vuelve a marcar for ever. Entonces, yo me enojo mucho y la humillo. Después me pongo triste. Le gusta fumar porro pero no sabe armar. Si alguien le convida, siempre pide más. No tengo memorias serenas con ella y su marido le dijo yegua y mogólica demasiadas veces, y puta hermosa. Un martes a la noche me pidió que bajara al quiosco para comprarle un cartón de Marlboro mientras ella intrigaba con su amiga Susana. Yo tenía nueve años y miedo de casi todo, pero fui. La calle se volvió una módica ventaja: seis caramelos de vuelto. Una madrugada de jueves, la mucama llamó llorando a la casa de mi papá para decirme que mi mamá se estaba pintando los ojos frente al espejo lista para cortarse las muñecas con una Gillette. Yo le dije a mi mami que me espere. Ella dijo que si iba yo, sí.
Nunca fui. Mi papá la internó en una clínica psiquiátrica. Yo era la salvadora desleal. Seguí buscando personas para salvar todo el tiempo. Matías, Ana y Jimena piensan que está loca. A Rocío y a Cecilia les parece muy divertida, sus particularidades son sensacionales. Tenía una vecina que se llamaba Sara. Su mamá no la dejaba venir a jugar a mi casa.
Desde joven fue emprendedora y osada. Viajaba a Europa y traía ropa que luego mandaba a hacer acá. Mucho hombro caído y algodón teñido para chicas cancheras. Tuvo un local primero en la icónica Galería del Este y luego frente al cementerio de la Recoleta: La Fenêtre. Una vez entraron a robar y yo estaba adentro del vestidor espejado bailando y salí corriendo valiente e irresponsable a avisar al negocio de la esquina que se llamaba EF o Hendy. Anamá Ferreyra desfiló sus diseños. No le tiene miedo a los aviones como yo. Visita dos veces por mes a su madre que baila y come con pajita y que tiene Alzheimer para siempre y nunca se muere. Mi mamá le pregunta “quién soy” y su mami le contesta que es una buena mujer. Me pregunto cuánto de su historia triste mi madre le dedicó.
Es infantil y se siente atacada cuando quiero hablarle de las lastimaduras que heredé. No sabe lamerme las heridas. Sus manotazos de defensa invalidan mis palabras (o mis palabras la ensordecen?). De adolescente una mañana, al borde de salir para el colegio, miré por el balcón a ver si ya volvía de su noche excesiva, y subió con un desconocido. Le cerré la puerta en la cara, a su borracho, mientras otros adolescentes seguían siéndolo y yo me volvía opaca. Si me quedo sin luz, me invita a dormir a su casa. Así me amamanta.
Es lúcida y resentida, y nunca piensa si hay niños delante para decir los excesos: el desorden alienante de mi papá por sus piernas, la muerte de unos cigarrillos sobre su piel adentro de la furia, las palabras imposibles, el revólver y las poses. Siempre cuenta de mi mirada al nacer. Que la miré con mis ojos grandes y verdes, ojos de revolución que nunca olvida. Sus casas siempre son hermosas y las decora bellamente. Su buen gusto es inobjetable. No puede dormir si sus cuentas no están al día y cuando habla de su muerte lo hace de una manera práctica: la escritura del departamento está en el cajón de la mesa ratona.
Le gusta lamentarse y cuando toma vino y llora necesito lastimarla y huir, salvarme a medias de su daño. Fue actriz una vez y quedó prendada a las escenas. Los ojos tristes son su bostezo. Me relató algunos secretos robustos de su relación con mi padre mientras yo seguía siendo una nena y su hija. No me gusta que me toque la mano lentamente. Ni darle un beso cuando me mira con intimidad. Me amputa la confianza. No sabe guardar secretos ni aguardar. Su incontinencia verbal y obscenidad me dejaron surcos agudos que descuidaron mi infancia. No es mala y su madre fue una no madre. Me da pena verla romperse, porque la quiero a mi mami. No lee tanto como dice, y algunas veces le descubro faltas de ortografía graves. Tiene todos los tomos de Lacan, los que son verdes y gordos. Es sexy. Es decadente. Exagera el amor por sus nietas pero no tiene paciencia y nunca juega. Tampoco les presta sus mamushkas.
Cuando yo era chica, la veía caminar desnuda por la casa, tenía un vestidor enorme y espejado que me fascinaba. Yo la miraba y jugaba a ser Linda Evans, la de Dinastía.. Mami coleccionaba cajitas. Las traía del Mundo. En una de ellas había papel de armar, un día me pregunté para qué servía y no pregunté. Su papá se murió a los veintisiete años, cuando ella tenía seis meses, y su mamá la abandonó un rato al cuidado de sus abuelos porque era muy joven y quería aventuras. La veía los fines de semana. Ellos la quisieron mejor. Después de unos años volvió a buscarla y a la tarde la tiño de rubia, en la cocina, mientras comía una torta frita..
Viajé a París con ella, a Roma, a Londres y a la India. Me acuerdo de una foto en París, yo con tiradores y dos colitas, y ella con un tapado de piel rubia. El recuerdo es la foto. Mi hermana la odia con el amor más absoluto. Nunca la llama.. Mamá maneja mal y es desubicada. No existen los guiños en su país y si quiere doblar simplemente lo hace. Está viva de casualidad. Carece de sentido común y yo siempre pienso que va a morir trágicamente. Le prohibieron la entrada a una farmacia porque pasaba antes que todos con urgencia y sin registro actuando malestar desmedido y sin disculparse.
Su ansiedad la derrota todas las veces y en los restaurantes tengo que recordarle que se dice por favor cuando se pide y gracias cuando sirven la comida. Lamento cada vez ser despiadada pero me avergüenzan los malos modales sanguíneos e injustificados, yo, que me opongo sin parar a los atropellos con educación y vehemencia. Antes, si no aparecía por unas horas, la buscaba en Crónica TV. Después se me pasó. No soporto su mirada huérfana.
Usa parches caros para su dolor de cabeza, los lleva pegados en las sienes, son blancos y parecen pedazos de cinta medicinal. Trabaja con la mente de las personas y tiene algunos pacientes que la quieren y le regalan un souvenir cuando cumple años. Se asegura su lugar de víctima en cada discurso, y una vez se deprimió tanto que me obligó a internarla mientras me pedía llorando que no lo hiciera
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