Por Hilario Gonzalez
“El agua quería llevárselo y lo llevaba, pero se le enredó entre los palos del muelle decrépito. Y ahí estaba él, por irse y no, y ahí estábamos. Ahí estábamos. Por irnos y no.”
Zama, Antonio Di Benedetto, 1956
La pala se hunde en el agua. Roto la cintura, giro hacia atrás y el kayak avanza. El movimiento parte del torso. Se usan los músculos grandes del abdomen y la espalda. Los brazos, los hombros mantienen la caja de poder en la rotación. Las piernas se sincronizan y empujan el hincapié.
Me gusta ver cómo se clava la cuchara tratando de cortar el agua sin salpicar. El movimiento es continuo de un lado y del otro, de un lado y del otro. Hay un ritmo. El ritmo es mantra.
El Paraná de las Palmas siempre está a favor. Empieza a llover. No hay viento. Llueve vertical. Gotas gordas y espaciadas. El río es muy ancho. Lo cruzo para ir volviendo. La superficie del agua tiende a aplanarse cuando cae la lluvia. Apenas un oleaje, una manta pesada que se eleva y se hunde al ritmo de mis paladas. Aunque es al revés, termino sincronizando yo mi remada con esa oscilación.
El kayak sube y baja a medida que avanzo. Las gotas golpean la capucha de mi campera impermeable y la visera de la gorra que va por debajo. Adentro se siente como una cacerola de pochoclos empezando a reventar. El cielo se oscurece. En unos minutos va a caer el chaparrón, pero es el momento previo lo que me tiene palpitando en tiempo presente.
Ya salí del Paraná, voy bajando por el Antequera. En los muelles y en las casas no se ven movimientos. Se guardan todos por la lluvia fuerte que se viene. Se guardan por la siesta. Hasta los perros no me salen a ladrar. Los pájaros sí, están a pleno. Se confunde la actividad de los pájaros con alegría por la lluvia. Los pájaros no cantan, sufren la intemperie, sus nidos son sus urgencias. La búsqueda de un techo precario de ramas densas los apremia. No van alegres, ni cantando, chillan. Van volando a proteger todo lo que tienen, ni más, ni menos.
Una garza gris se lanza desde una rama y planea un trecho a ras del agua delante de mi kayak. Las gotas sobre el agua son una ráfaga que parece no tocarla. Después de un aleteo breve, se eleva un poco y se asienta con precisión sobre un poste, unos metros más adelante. No me mira, pero sé que me ve. Cuando me acerco, otra vez vuela y me espera en una rama seca más adelante. Así varias veces hasta que se aburre de mí y vuela para el interior de la isla. Si fuera poeta eso sería un poema. Si fuera japonés, un haiku.
Volver al nido/anhelan las garzas/cuando llueve.
Nunca un arroyo es como lo vi otras veces que pasé por el mismo lugar. La marea en el delta hace que el agua corra en un sentido o en otro. Es antinatural. Los ríos no escurren siempre aguas abajo. Los vientos también influyen. El Río de la Plata es un tapón gigante para todo el delta cuando sopla la sudestada. Un sistema complejo de corrientes que se compensan. Dos o tres veces por día un arroyo puede cambiar de sentido: ir y venir o inclusive no ir a ningún lado.
Los días que hay poca agua se ven las entrañas del delta. Un entramado de raíces conforma las islas y evita que se desarmen. Son garras que se clavan en un barro suave y blando que se traga todo lo que lo pisa.
En las crecidas normales, el agua llega al filo de los muelles y ahí se queda, como si fuera un pacto. Pero cuando hay sudestada, se pierden los límites entre el agua y la tierra, se trastoca el orden. Los ríos y arroyos se pierden de su curso. Se desbordan con lentitud inexorable. Se desplazan como anacondas que devoran todo lo que encuentran a su paso. Las lanchas y los botes quedan amarrados y montados en cualquier parte. Se entiende porqué las casas tienen patas tan largas y para qué tienen escaleras. Las bolsas de basura se unen a la corriente, con botellas, ojotas, ropa, muñecas desnudas, troncos y ramas rotas.
Voy remando bajo la lluvia, ahora más intensa. Las gotas pegan en el agua y explotan hacia arriba como una metralla. Meto las manos bajo el agua. Está más caliente que el aire. En cualquier momento se levanta la bruma. Pienso parar en la playita de “Al Ver Verás”, armar un toldo con el poncho y tomar unos mates antes de seguir.
Mientras tanto, el mantra de las paladas me adormece. Coordino el ritmo de la remada con mi respiración y viceversa. El río también respira. Inspira y exhala. El kayak va montado en el lomo de un ser vivo. Voy remando por sus venas. El delta me contiene dentro su sístole-diástole. Me lleva y me trae sin retenerme del todo, sin expulsarme tampoco. No soy ni más ni menos que el mismo cadáver de mono que Zama ve entreverado entre los palos del muelle.