Por Sol Echegoyen
El último año antes del escándalo Mehir había extremado sus conductas, cada vez exigía más y le importaba menos todo. Decía que estaba harto, que éramos todos unos pusilánimes, que teníamos que dar el salto a otro nivel: que la escuela, como tal, tenía que dar el salto y que el que no daba la talla, afuera.
Yo pensaba que al menos una vez antes ya había habido un salto, porque los amigos que yo había conocido de la época de mi ex eran una manga de hippies sucios y pobres que contaban historias de cómo vendían en los noventa sahumerios para mantener las casas de estudio, cosa que no tenía nada que ver con la escuela que yo conocía. No sé cómo sucedió; lo que sé es que durante la década del dos mil se produjo una renovación, y los discípulos que entramos en esos años no teníamos mucho que ver con los anteriores: éramos de clase media, con una cierta seguridad económica, una formación universitaria y una familia que se preocupaba por nosotros. Muy pocos discípulos de los de antes quedaron. Hacia 2008-2009 a Mehir lo rodeaba una camada de profesionales y empresarios y fue entonces que se construyeron el hotel y el teatro de la montaña, la peña en la ruta y la casa del valle.
En algún momento del 2010, Mehir dijo que quería construir un instituto para que funcionara “la escuelita” –que entonces y durante años había funcionado en casa de Alejandra y Gabriel–; un lugar al que todos pudiéramos concurrir a practicar las disciplinas y también personas externas pudieran asistir a tomar clases de artes marciales, danza, música, pintura y alquimia psicológica: algo parecido a lo que había sido el instituto Yen en Buenos Aires o el Mon Lam en la ciudad de Córdoba pero en terreno y casa propia. Con ese objetivo puso en marcha dos campañas que fueron el principio del fin, porque fue ahí que todo empezó a desbandarse.
La primera fue que ordenó que saliéramos a buscar un terreno apto. Las condiciones de esa aptitud eran imposibles, bien al estilo de los pedidos de Mehir: tenía que estar afuera de la ciudad pero cerca, tenía que tener vista de sierras pero ser plano, tenía que tener árboles pero estar limpio el terreno para poder construir. El resultado fueron grupos de guerreros visitando todos los terrenos en venta de la zona, hablando con inmobiliarias y exponiéndose demasiado: veinte o treinta tipos de pelo largo y barba, vestidos de negro y con actitud de estar tramando algo en secreto no le pasan desapercibidos a nadie. La gente empezó a hablar; en Carlos Paz y en Siquiman todo el mundo sabía que la gente “del grupo” estaba buscando un terreno.
La segunda campaña fue que teníamos que pagarlo nosotros. Todos los otros emprendimientos inmobiliarios se habían hecho, al fin y al cabo, con plata de los discípulos, pero de forma indirecta, con el dinero reunido a través de seminarios, pautas mensuales y multas. Ahora Mehir especificó que él no iba a poner un peso. Empezó pidiendo donaciones voluntarias y recibió bastantes, los más pudientes pusieron veinte, treinta, cincuenta mil dólares. Pero cuando vio que la gran mayoría no ponía nada –porque no teníamos nada–, exigió un mínimo de diez mil y dijo que el que no ponía su parte tenía que irse. A los que ya habían puesto, por otro lado, les subió los mínimos: el que había puesto treinta tenía que llegar a cincuenta, el que había puesto cincuenta, a cien. Durante ese fin de año muchos discípulos vendieron autos, departamentos, pidieron plata prestada a sus familias. Hubo un caso, del que me enteré muchos años después, de un chico que se tomó un avión, accedió a la caja fuerte familiar, retiró el dinero sin avisarle a nadie y volvió a Carlos Paz para entregarlo.
No sé qué hubiera hecho yo si eso hubiera sucedido estando en mi mejor momento de escuela. Es probable que de algún modo hubiera conseguido el dinero, al menos lo hubiera intentado. Pero a esta altura yo ya estaba muy cansada. Después de dos años de darlo todo, Mehir me había puesto en penitencia por querer ponerme de novia y hacía meses que prácticamente no lo veía. No tenía amigos fuera de la escuela, apenas tenía contacto con mi familia y trabajaba solo para la revista. Cuando llegó la indicación de la pauta de los diez mil dólares, no dudé ni un minuto en mi respuesta: no los tengo y no los voy a conseguir. Ningún problema. Si es eso o irme, me voy. Me alivió decir que no; me había olvidado de que existía esa opción.
Mehir puso una fecha límite e indicó que se organizara una actividad en el Lucero. El que para esa noche no había puesto el dinero, tenía que irse de la escuela. Algunos llegaron por un pelo: lo llevaron a la actividad. Casi todos pusieron, incluso gente con muchos menos recursos que yo, de bajo nivel socioeconómico y sin familias a las que recurrir. Pero yo no lo ponía porque no lo tenía y no lo iba a pedir, ya suficiente me había endeudado trabajando los últimos dos años para la revista. Había cumplido con la indicación de Mehir de no invertir mi tiempo en ninguna otra cosa, pero la revista no pagaba lo suficiente como para vivir y esa situación, con los años, se transformó en deudas.
Al entrar en el Lucero sentí una especie de paz. Esperaba una humillación pública y alguna acción oficial de expulsión: entregar los talismanes delante de todos o tener que retirarme en medio de la actividad —o ambas cosas—. El ambiente era alegre. Mal que mal, casi todos habían cumplido y se había recaudado el objetivo, que era de un millón de dólares. Estaban en el jardín, tomaban tragos, era casi una fiesta. Me senté en la galería. Los observé a todos, estaba segura de que ésa era mi última noche. La temperatura estaba exquisita y me quedé ahí, con la mirada perdida. No me fijaba en dónde estaba el maestro, qué estaba haciendo, con quién hablaba y si había chances de alinear la mesa con él. De hecho, prefería no verlo, pero sabía que no me iba a quedar otra que enfrentar las consecuencias de mi decisión. Estaba metida en mis pensamientos cuando se paró delante mío. Sus piernas gigantes, duras como rocas, inconfundibles. Levanté la vista y me sonrió. Me dio la mano, me hizo parar y me abrazó. Apoyé la cabeza en su hombro. Los que estaban a nuestro alrededor nos miraron y sonrieron, sin decir nada. Me llevó de la mano hasta la mesa y me sentó al lado de él en la cabecera.